DESTINO ÉPICO
Se sabía un ser concienciado. Se sabía, también, al final del enmadejado laberinto que le tocó en suerte vivir. Se repetía para sus adentros que su vida fue provechosa. No tanto así la de sus congéneres. Que viven en jaulas invisibles creyéndose libres. También señalaba, para si mismo, que no tuvo una vida fácil. Ese mantra tan habitual en toda conciencia que reza el logro de haber conseguido convertirse en un hombre hecho a si mismo. Como si ese proceso añadiera épica al periplo. Como si garantizase un trofeo al morir.
Sí es cierto que fue capaz de detectar todas las mentiras sociales con las que le bombardearon. Y es cierto, también, que puso empeño en tratar de transmitir ese conocimiento que fue adquiriendo con el tiempo. Pero también convendría señalar que, si bien era conocedor de absolutamente toda la teoría, jamás tuvo el valor de poner en práctica ninguna de esas acciones que con tanto empeño trató de inculcar.
Aprendió incluso técnicas para llamar la atención de la gente y así poderles hacer llegar su mensaje revelador. Ese arte de colocar un chiste antes de dictar sentencia. Ágil y conciso, como ha de ser el humor para convertirlo en un arma. O, en casos como el suyo de falta de valor y así se lo repetía él a si mismo, en una herramienta. Se sentía más cómodo así. Sin más presión que la que fuera capaz de generar él con sus mantras para él y sus discursos para el resto.
Arengaba explicando que nunca escuchó decir que la crisis económica hacía peligrar la Monarquía. Ni el Ejército. Ni a la propia banca, que se alimenta de ella. Que las crisis tan sólo hacen peligrar la Sanidad. O la Educación. O las pensiones. Y que no entiende cómo nadie se da cuenta, cuando resulta tan obvio. Que esa es la prueba fehaciente de que, para el Sistema, la prioridad nunca fueron, son ni serán las personas. Que las prioridades de los que mandan son otras. Y que por eso él dedicaba toda su vida a abrirle los ojos a la gente. Y la gente, ciertamente, al escucharle los abría de par en par. Pero no era más que la tormenta que sucede a la calma. Pocos minutos después toda esa gente se acurrucaba bajo las sábanas de sus rutinas. Abrazados a sus temores.
Les explicaba, también, que todo el progreso señala una mayor libertad para las personas. Pero que, en realidad, hemos acabado siendo esclavos a jornada completa para esos mismos que no nos consideran prioritarios. Y también que de un tiempo a esta parte todo se ha vuelto intangible. Que ya sólo usamos los dedos para deslizarlos sobre una pantalla. Que acabaremos perdiendo el sentido del tacto. Y que mucho se teme que no por ello mejorarán los otros cuatro sentidos. Que una merma es una merma. Y que cuando a un ciego le aumenta el oído, maldice seguro su destino.
Y así, atrapado en todas esas tribulaciones, se acercaba el fin de sus días. Con la conciencia tranquila que otorga tanta sabiduría. Con la frustración que acarrea la certeza de otra batalla perdida. Una vida de aprendizaje y transmisión. Una vida dando consejos al mundo y la última de las lecciones pendiente de aprender. El capítulo final que nunca admite la posibilidad de un ensayo previo. Nadie nos enseña a morir, y llegado el momento hay que hacerlo improvisando como buenamente se pueda. Lo único que el mundo da por seguro es que cuando llegue la Muerte nos encontrará vivos. He ahí el gran error de todas sus enseñanzas. Lo que podría parecer una obviedad se ha convertido en una utopía. Nadie avisó a este mundo que cuando llega la Muerte casi todo el mundo ya ha muerto. Murió hace tiempo. Vivió muriendo. Encarar a la Muerte con vida alberga toda la épica de cualquier destino.