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Relato

Lee los relatos del Doctor Arritmia en la web de Colaboración Ciudadana.

MUNDO ZURDO

   Mi único motivo para seguir adelante se reduce a no tener que mirar atrás. Nunca he sabido si es por pura pereza. O si un poquito de miedo interviene en la ecuación. Pero, sea como sea, me niego a mirar atrás. Y sigo avanzando en este pedregal que me tiene los tobillos molidos. Y cada vez arrastro más mis pasos por este dolor en mi rodilla izquierda que no me abandona ni a sol ni a sombra. Ensayo frente al espejo mil caras que me hagan parecer intrépido. Arqueo las cejas y esbozo gestos que, a mi entender, me hacen parecer interesante ante los ojos de los demás. Y al poco rato me canso y vuelvo a bostezar.

   He de confesar que, cuando me siento al borde del camino a descansar, sí que miro de reojo. Pero no mucho. Tan sólo para cerciorarme de que los monstruos no me persiguen. Mis monstruos. Los reconocería en una milésima de segundo. Y les temo más que a una granizada. Porque les conozco. Porque sé cómo se las gastan. Porque aprendí de mis cicatrices lo profundo de sus dentelladas. Porque volver a enfrentarme a esos miedos sería volver a enrocarme y no querer despertar nunca más.

   He oído voces que me alertan de esos peligros. Y juego a hacerme el sordo. Juego a haber perdido todos mis sentidos por el camino. Tampoco los echo en falta. Tengo buena memoria y con eso me basta. Sé cómo saben las cosas. Y sé cómo hacer ver que todo está en calma. Sé cómo disimular cuando vienen mal dadas. Y sé cómo decirte que soy terriblemente feliz en medio de esta tormenta a la que regalo todos mis rezos para que me engulla en esa espiral de violencia que sueña con ser baile de máscaras.

   Cuando llega el momento de volver al pedregal nunca me olvido de cruzar los dedos. Nunca he sabido si es por pura pereza. O si se debe a que nunca supe seguir los puntos cardinales que se esconden al santiguarme. Sea como sea dejo a mi espalda todo mi mundo. Toda mi vida. Se la regalo al primero que pase si me promete no presentar una reclamación formal cuando la vea. Para mí todo ese camino sin pasado me supone el ahorro de muchos lastres. Y el resto de los recuerdos los pierdo en cada escupitajo, que también ensayo frente al espejo.

 

EFÍMERAS

   Llevas toda una vida con la boca llena de quejas. Llevas, Dios sabe cuánto, maldiciendo la mayor parte de tu futuro, de tu presente y de tu pasado. Maldices cada segundo, desde el primero hasta el último de tu existencia. Señalas con tu dedo inquisidor la llegada de cada problema. Y malgastas todas tus energías tras cada sentencia. Además has aprendido hasta convencerte de que todo ese esfuerzo te ayuda a conciliar mejor el sueño.

   Luego ya todo es dormir a pierna suelta. Y seguir durmiendo cuando despiertas. Todo es condenar a la suerte por tus desgracias. Todo es rendirle cuentas a dioses cada mañana. Y al caer la noche volver a dormir tras una serie de rezos que limpiarán tu conciencia. Tras pedir perdones absurdos por todas las faltas que has cometido. Por cada crimen y por cada error. Por cada sorbo del veneno que, a ciencia cierta, volverás a sorber cuando despiertes. Para poder así seguir durmiendo entre los brazos del arrepentimiento.

   Tal vez la situación no sea tan grave. Tal vez sea tan sólo una mala racha. Es posible que mañana cambien las tornas y amanezca un cielo despejado. Y luego cerrar los ojos en calma. A sabiendas que, haga el día que haga, saldrás a la calle abrazado a un paraguas. Por si acaso la suerte vuelve a serte aciaga. Por si acaso vienen mal dadas. Que no será a ti a quién pillen desprevenido. Que tú sabes mejor que nadie el sabor de la mierda de vida que siempre has llevado. Y que sabes, también, que cuando no quieres más te llegan dos tazas del mismo caldo.

   Atrévete. Saca a relucir toda la valentía que le exiges a los demás. Y da el paso al frente que siempre esperas que den el resto. Elige todas las excusas para iniciar el combate. Y todos los miedos que llevas años archivando por orden alfabético. Muestra el rostro que te empeñas en esconder tras una máscara. No esperes a nada ni a nadie. Hazlo aquí y ahora. Atrévete a vivir toda una vida, como lo harían las moscas efímeras, en un sólo día.

 

MIEDOS EN LA DISTANCIA

   No me es necesario mirar hacia atrás para encontrar las respuestas. Ya no. Estoy seguro, como pocas veces lo he estado antes, de que me he perdido por completo. Lo estoy tanto como lo estoy, y también sin albergar ninguna duda al respecto en mi interior, de que estas últimas semanas he cruzado una línea que, hasta ahora, desconocía por completo. Y ahora, tal vez, debería focalizar toda mi atención en intentar recordar el camino de vuelta. En intentar deshacer este camino en el que no tomé la precaución de dejar a mi espalda un reguero de miguitas de pan. Creo, y sin miedo a equivocarme, que ya es tarde para eso. Creo, y más que creer sé, que ya no es posible deshacer ese camino.

   Tanto es así que la mayor parte del tiempo desconozco dónde estoy exactamente. A menudo confundo el idioma en el que debo expresar mis ideas. Afilo mis ojos para intentar recordar qué nombre corresponde a cada cara. Intento recordar, también, qué debo decir. Y, sobre todo, qué dije ya antes para no volver a repetirme. Todo ello me supone un esfuerzo que no tengo fuerzas para desarrollar. Me siento cansado. Mi cuerpo está cubierto de heridas que ya apenas tienen tiempo para cicatrizar. Ni siquiera sobre mi piel soy capaz de aglutinar esos recuerdos. Se me ha negado la posibilidad de volver atrás. Ni siquiera en sueños. Todo es un correr hacia delante sin importar nada más.

   Busco con insistencia esos momentos en los que pueda quedarme a solas. Para no tener que dar explicaciones. Para no tener que buscar excusas. Para descansar un poco la vista y, de paso, mi cabeza. Lejos de hacerme sentir mejor esos momentos tan sólo me aportan temores. Miedo a que alguien me encuentre y me cosa a preguntas. Miedo a no saber qué responder. Miedo a que alguien tome mi mano y pretenda devolverme al lugar de donde provengo. Miedo a que me recuerden aquellos momentos. Miedo a que cualquier alma cándida me susurre al oído que no pasa nada cuando, dentro de mi cabeza, no hacen más que estallar guerras sin sentido que se han convertido en mis canciones de cuna.

 

ELLA Y ÉL

   Ella era como una trituradora. Lo trituraba todo. No importaba que fueran cosas o sentimientos. Todo era triturado una y otra vez hasta convertirlo en puré. Hasta que todo fuera polvo que, con un solo soplido, se pudiera esparcir por el mundo. Esa era su forma de sobrevivir en este mundo de aspecto tan siniestro. Era una especie de bulimia con todo su entorno que le permitía avanzar a pasos agigantados, creía ella, dentro del laberinto de su propio mundo. Podría parecer un acto cruel su comportamiento. Pero no lo era. Tenía la misma habilidad para triturar todas las miserias y convertirlas en destellos de luz. En trazos de colores. En ovillos de sonrisas capaces de cambiar el mundo. No el suyo, pero si el otro.

   Él lo tenía todo medido. No daba un paso sin tener antes la certeza de que el suelo no se quebraría bajo sus pies. No salía de casa sin preveer antes que el cielo no se desquebrajaría sobre su cabeza. Era muy importante para él esa seguridad. Tal vez tantas previsiones le privasen de sumergirse en el maravilloso mundo de las sorpresas. Tal vez no hubiera lugar a la improvisación. Y es por eso que su vida tampoco nunca le pareció un regalo del cielo. Había adquirido tanta facilidad para abrir su plexo solar y mostrar su corazón que, frecuentemente, quedaba desprotegido ante las miserias de la vida. Y era, justo en ese momento, cuando abandonaba su zona de confort. Era, justo entonces, cuando dejaba de tener miedo. No le importaba el dolor en absoluto. Se sentía poderoso a sabiendas de ese acto de valentía.

   Ella nunca pedía explicaciones. A él casi todo le parecían gritos. Ella juraba y perjuraba hablar siempre muy claro. Él se sentía más seguro bajo el amparo de su sordera parcial. Ella soñaba con un mundo mejor. Él le regalaría su porción del mundo a cambio de nada. Ella creía que él era una luz enorme. Él se sentía a oscuras cuando ella cerraba los ojos. Ella siempre pedía algo a cambio. Él ofrecía siempre algo antes de pedir nada. Ella perdía la paciencia con facilidad. Él tenía una facilidad pasmosa para encontrarla. Ella los martes y los jueves estudiaba idiomas. Él nunca sabía en qué día vivía. Ella tomaba té rojo tres veces al día. Él perdía la cuenta de sus cafés. Ella era un incendio a primeros de Agosto. Él navegaba entre las olas de un mar en calma.

 

 

CAMBIO RADICAL

   Todo se torció. Aquella mañana de Enero se torció todo. Absolutamente todo. No quedó nada en pie. No quedó en las calles nada más que frío. Nada más que ese terrible frío que se te mete por dentro y no hay forma de sacarlo fuera. Nada en las calles. Nadie en las calles. Nada en ninguna parte. Nadie en ninguna parte. Aquella mañana de Enero fue el final de los días tal y como los conocemos. Y, a partir de ese preciso momento, todo nos pareció nuevo. Nuevo, pero no por eso mejor. Todos nuestros sueños y nuestros recuerdos tuvieron que ser diseñados de nuevo. De nuevo, pero no por eso mejor.

   Imagino que, al igual que yo, habrá más gente escondida. Mirando por la ventana, tras las cortinas. Imagino qué pasará por sus cabezas. Y me aterra la idea de que por sus cabezas pasen ideas similares a las mías. Porque eso significaría el final de todo justo en el momento en el que, tal vez, todo esté empezando. Porque eso significaría una declaración de rendición justo el primer día de la primera batalla. Sin tiempo siquiera de cavar la primera de las trincheras. Aliarse al enemigo a sabiendas de que eso sería el menor de todos los males. Porque sé, e imagino que sabemos, que los aliados supondrían una amenaza mayor que la del enemigo. Porque fuimos, somos y seremos nuestra principal pesadilla.

   Me pregunto dónde habrán ido a parar todos los ruidos. Y dónde estarán escondidos los nuevos miedos. Sé que nos acabarán encontrando. Tanto nuestros enemigos como nuestros miedos. Y apostaría todo mi dinero a que nos encontrarán antes los miedos. Siempre fue así. Y, aunque ahora parezca todo tan novedoso, hay cosas que no cambian. Me pregunto también qué será de nosotros. Y qué sería de nosotros si esos miedos jamás nos alcanzasen. Me pregunto de qué seríamos capaces entonces. Y, justo en ese instante, me atraparon mis miedos. Tal y como era de esperar.

   Cambió todo tanto que, mirándolo bien, estaba todo como siempre. Fue como una pirueta de 360 grados que, aunque al principio lo puso todo del revés, lo acabó dejando todo tal y como estaba en un principio. Y pocos minutos después empezaron a aparecer personas por las calles. Abrigados hasta las cejas para intentar esquivar este frío. Este frío tan terrible que se te mete por dentro y no hay forma de sacarlo fuera.

 

ESPECTROS

   Ahí afuera no deja de nevar, y lleva años nevando por dentro. Cada vez que pienso qué podemos hacer con este frío no puedo hacer más que cerrar los ojos. Eso y desear con todas mis fuerzas que cuando los quiera volver a abrir me sea posible. Pero no las tengo todas conmigo. Cada vez que los cierro creo que será la última vez que lo haga. Cada vez que parpadeo se desata, dentro de mí, un Infierno. Ese es todo el calor del que dispongo. Ese Infierno imaginario se ha convertido en mi único alimento.

   Recuerdo cuando, ahí afuera, todo eran gritos. Ahora ya no tenemos fuerzas ni para gritar. Y encogemos nuestras rodillas con la estúpida esperanza de que se marche este frío que nos está destrozando. A nuestro alrededor se amontonan cuerpos en idéntica posición. Y desde aquí ya soy incapaz de saber quién está vivo y quién está muerto. Imagino que ellos están pensando exactamente lo mismo de mí. No me sorprende. Yo también me pregunto la mayor parte del tiempo si vivo o muero.

   Cada vez tengo más claro que vivo no puedo estar. Porque ésto no es vida. Ésto es otra cosa. Es algo a mitad de camino entre la muerte y el siguiente peldaño. Es tirar la toalla cincuenta veces cada hora. Y avanzar esa hora ya nos parece suficiente premio para nuestros horribles pensamientos. Cuando dejamos de gritar lo hicimos por cansancio. Y lo hicimos también porque nos dimos cuenta de que tú jamás escucharías nuestros gritos. Ahí acabó nuestra lucha. Justo al lado de vuestra sordera.

   No podemos hacer más que esperar. No podemos más que soportar tanto dolor y esperar que se vaya el frío de nuestras vidas. Que cambie el clima de una vez por todas. Y, cuando eso suceda, volver a gritar para que, al menos, se calme ese frío que sentimos por dentro desde hace tanto tiempo. Nos hemos convertido en espectros. En los fantasmas de lo que algún día fuimos. Somos el rastro que creímos dejar atrás en nuestro camino. Seres invisibles perdidos en mapas indescifrables.

 

OSCURIDAD

   Rara vez sale el Sol de puertas para adentro. En este barrizal se nos mezclan las noches con los días. Y poco, o nada, sabemos del exterior. No nos es necesario porque aquí dentro tenemos de todo. Lo tenemos todo. Y ahí afuera todo es terror. Ahí afuera todo es correr de un lado para otro como pollos sin cabeza. Preferimos la intimidad de los nuestros. Preferimos fingir que no escuchamos los gritos que provienen del exterior. Preferimos no saber nada. Preferimos, siempre, mirar hacia otro lado.

   Nuestra zona de confort se extiende a lo largo de este barrizal. Aquí somos los dueños y señores de todo lo que acontece. Que, para ser sinceros, nunca sucede demasiado. Así son los remansos de paz. Así suceden las cosas cuando la calma reina por encima de todo. Así pasan los días, con sus respectivas noches, cuando la vida se reduce a permanecer sedados. Cuando se congela el espacio y el tiempo. Cuando tan sólo importa comer y dormir. Por ese orden, a poder ser. Y por eso orden, a poder ser.

   Recuerdo un día que nos llegaron noticias desde el exterior. Recuerdo la última vez que abrimos esa puerta a un extraño. Nada de lo que nos explicó sedujo a nadie para que saliera fuera. Nadie mostró el más mínimo interés por ninguna novedad. De hecho, todas aquellas novedades nos parecieron masticadas. Todo no era más que un refrito de lo que ya conocimos. Aquel refrito incomible que no nos dejó otra opción que poner un pestillo en cada puerta. Tras escuchar su discurso le invitamos a marcharse. Recuerdo, antes de volver a cerrar al puerta, su mirada de incomprensión. Probablemente nunca fue capaz de entender que nadie mostrase interés por ser rescatado.

   Aquí ya nos conocemos todos. Y por eso ya nadie espera nada de nadie. Podría parecer conformismo, pero no es exactamente así. Nuestra vida se reduce a contar los días por victorias. Y eso tan sólo se consigue bajando el umbral de la esperanza hasta el nivel del mar. Cualquier pretensión de obtener algún plus extra en esta vida nos conduciría, irremediablemente, hacia un nuevo fracaso. Por eso nos dejamos mecer por la calma. Por eso dejamos que las olas decidan nuestro futuro. Y es por eso que las olas del mar se encargan de devolver siempre a la orilla todos los cadáveres.

 

FUTURO/PASADO/PRESENTE

   Qué poco sabemos del futuro. Sobre todo teniendo en cuenta todo el tiempo que dedicamos a pensar en ello. Estamos perdiendo la capacidad de sorprendernos cada vez que planeamos todo lo que aún está por llegar. Cada vez que enjaulamos los momentos en estúpidas alertas anticipadas para no perdernos nada. Para perdernos, en realidad, todo. Y así cruzamos los dedos para que todo salga como tenemos previsto. No vaya a ser que algo, cualquier cosa, se escape de nuestras previsiones. Para que, Dios no lo quiera, alguno de esos momentos sea diferente y nos acabe sorprendiendo.

   Qué poco sabemos del pasado. Sobre todo teniendo en cuenta todo el tiempo que dedicamos a pensar en ello. Qué facilidad la nuestra para olvidar lo sucedido. Qué facilidad para perpetuar nuestros errores repitiéndolos una y otra vez. Parece increíble que, aún con las heridas sin cicatrizar, sigamos empeñados en negar lo sucedido. En negar lo evidente. Qué estupidez la nuestra cada vez que deformamos la realidad para acomodarla a nuestras necesidades. Y qué necesidades tan absurdas las nuestras cuando nos basta con que se acunen en nuestras mentiras. Qué desgracia la nuestra cuando ese ancla que nos mantiene cerca de nuestros recuerdos ha sido modificada y sus eslabones son ahora elásticos.

   Qué poco sabemos del presente. Sobre todo teniendo en cuenta todo el tiempo que dedicamos a pensar en ello. Qué tremenda desgracia. Qué absurdo resulta contemplar que nuestra existencia se ha convertido en una sala de espera. Qué miedo nos produce todo. Qué pena saber que todo cambio no es más que una nueva condena. Qué forma tan tonta de malgastar nuestras vidas esperando que suceda algo que nos despierte de una vez por todas. Esperando que alguien se atreva a dar el paso que a nosotros nos aterra. Para, justo un segundo después, mirar para otro lado. Para vender nuestra solidaridad en el mercado de segunda mano. Junto a la dignidad que ya vendimos a primeros de año.

   No nos será fácil dar un paso al frente. No lo fue ayer y no lo será mañana. Y no somos capaces ni de imaginar cómo sería nuestra vida si lo diéramos hoy. Preferimos pensar que alguien dará ese paso. Algún loco o algún insensato. Nosotros seguiremos aquí. En este agujero de mierda en el que nos ha tocado vivir. Nosotros seguiremos esperando.

 

PEREZA

   Es muy posible que sea demasiado tarde para volver a empezar. Eso significaría restar importancia a ese placer que supone haber perdido el norte. A haber tocado fondo. Sería mucho más inteligente hacer todo lo posible por acostumbrarse a esta nueva situación lo antes posible. Adaptarse al nuevo entorno. Y, sobre todo, dejar de quejarnos de una puta vez. Nada de lo que sucede es casual. Nada de todo lo que nos rodea nos supone ninguna amenaza. Tan sólo hemos de conservar la calma. Tan sólo hemos de permanecer sentados que, dicho sea todo de paso, es lo que llevamos miles de años haciendo.

   Aquí y ahora todo el pescado está vendido. Y ya no quedan más brazos que torcer. Aquí la derrota se ha convertido en himno nacional. Y damos gracias a los dioses que siempre nos defraudaron por toda la ayuda que jamás les pedimos. Aquí todos los miedos del pasado han quedado diluidos en nuestros charcos. Y ahora que ya no hay nada que temer nos sentimos, por fin, liberados. Atrás quedaron las culpas, junto a los miedos. Desaparecieron en los retrovisores de nuestros coches pocos segundos antes de que nos estrellásemos los unos contra los otros. Esa fue la última guerra que recordamos.

   Nos despertamos en la misma postura en la que caemos dormidos. Fingimos bostezos para justificar que no tenemos nada que decir. Está todo dicho. Y está todo perdido. Poco importa, a estas alturas de la vida, sentirnos perdidos. Sentirnos tan muertos. Sabernos derrotados. Todos esos lastres ya no nos atenazan. Ya casi ni los recordamos. Pero hubo un día, no muy lejano, en el que todo era miedo a lo desconocido. Un miedo injustificado. Un miedo a todo lo que, cuando por fin conocimos, no nos supuso nada más que asco.

   Qué tranquilidad esta vida alejada de tantos problemas. Qué calma tan absoluta. Es como el mar en calma que siempre soñamos. Es la cultura del bienestar acurrucada entre nuestros brazos. Todo perdido. Todo olvidado. Un camino por recorrer que bajo ningún concepto ni tan siquiera nos planteamos. Y así pasamos los días aquí. Así transcurre la vida en nuestra democracia. Un laberinto enfermo que, lejos de encerrarnos entre sus muros, no hace más que escupirnos fuera de todos los tableros de juego.

 

MUDANZA

   Tantos días subido a bordo del carrusel han estado cerca de dejarme fuera de combate. Suerte he tenido que la fuerza centrífuga ayuda a que sea necesario coger mayor velocidad para permanecer aferrado al centro de cada curva. De no ser así me habría estrellado. Seguro. Habría salido despedido. Lo que no acabo de tener claro del todo es si ese impacto habría sido, al final del recorrido, un golpe de suerte. Si habría significado, aunque tarde y mal, el reposo necesario para volver a empezar.

   Qué difícil resulta fingir calma cuando, por dentro, soy un volcán a punto de entrar en erupción. Qué difícil me resulta reír todas vuestras gracias. Qué difícil haceros reír. Tendré que buscar un nuevo paradigma en el que me sienta cómodo. Y, en caso de que no exista, diseñarlo yo con mis propias manos. Darle forma con una pequeña navaja hasta que adopte la forma correcta. Que se parezca, en la mayor medida posible, a una piedra cualquiera.

   En uno de esos fugaces momentos que transcurren justo un segundo antes de caer dormidos pude ver algo de luz. No demasiada. Pero algo. Y algo es mucho cuando reinan las tinieblas. Algo, por poco que sea, es suficiente. Y pude ver que el amor no tiene nada que ver con un tiovivo de sensaciones. El amor se parece mucho más a una coreografía improvisada que, sujeta a ser capaz de integrar cualquier error en cualquiera de sus pasos de baile, ha de ser intencionadamente un camino hasta el final de ese baile. Y una vez conseguido ese objetivo, luego habrá que afrontar el baile final.

   Después, poco después, me tocó regresar a casa por enésima vez. Y regresar a casa con el convencimiento de que dejas tu casa a tu espalda no es sencillo. Pero se puede ejecutar. Poco importan esos detalles, en realidad. Poco importan las idas y venidas continuas. Al final todo se reduce a las posibles consecuencias de haber decidido vivir repartiendo y recibiendo cariño. Inmerso en una eterna mudanza.  

 

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