Lee los relatos del Doctor Arritmia en la web de Colaboración Ciudadana.

  • Inmovilismo

       Casi todo lo que hacemos durante una vida lo hacemos por inercia. Tal vez nos asuste pensar demasiado. O tal vez jamás hayamos reparado en ello y lo hayamos acabado asumiendo como algo totalmente normal. Y no lo es. Todo cuanto nos rodea forma un enorme telar tejido con infinitas normas y actitudes dirigidas, únicamente, a tenernos encerrados en un redil al que nos hemos acabado acostumbrando. Y todo lo que no sea permanecer allí dentro será represaliado y mostrado como ejemplarizante al resto.

       Ninguna de esas leyes se dictan en pos de nuestro bienestar. Ni las órdenes, ni las indicaciones. A ellos les importa bien poco la independencia o la seguridad. Todo va dirigido a que permanezca el status. Y cuando te hacen creer que resulta peligroso que te roben en plena calle a plena luz del día lo hacen para que sepas lo que has de temer. Y en ningún caso será lo que te roben ellos y sus entidades financieras.

       Así se perpetúa el inmovilismo. Así todo sigue bajo el control de los mismos de siempre. Y esa es su única preocupación. Y cualquier movimiento fuera de ese tablero de juego será reprimido con fiereza para que el resto no se atrevan a mover ni un dedo. Es por eso que cuando se plantean fórmulas alternativas de funcionamiento social como la anarquía responden que con ello se generaría el caos. Como si los gobiernos actuales, se llamen como se llamen, ofrecieran algo diferente o mejor que ese caos que pronostican.

       Cada vez que acatas una orden, por pequeña que sea, o aceptas cualquier norma lo que haces, en realidad, es otorgar tú el poder al poderoso.

  • Saludos a Papá

     Se oyen bombardeos a lo lejos, disparos en la escuela, gritos de la vecina pidiendo auxilio al otro lado de la pared. Se oye el chasquido de la granada al desprenderse de la anilla, el pie flotando encima de la mina, ráfagas al fondo de la calle. Se oye el bate golpear sin piedad contra las costillas, el látigo cortando el aire, el borboteo de la sangre que escupen las arterias.

       Se oyen una y otra vez las quejas en el andén, en la cola del paro, entre los chirridos de la cadena de montaje, detrás del “espere aquí su turno”, bajo los montones de papeles en los juzgados, en el atasco camino del trabajo, en la sala de espera del hospital, tras la puerta del director del banco.

       Se oye el rugir del cacique ordenando la muerte del prójimo, el estruendo al arrancar el furgón blindado, el crack del desplome de la bolsa, el anhelo de una última oportunidad, los gemidos dentro del lavabo.

       Se oye el arrastrar de la silla justo antes del despido, el crujido de las banderillas cuando tocan hueso, el cuchicheo de las vecinas en la escalera, las súplicas al borde del precipicio, el estallido de los cristales tras el alunizaje, el estruendo del árbol contra el suelo, el roce de la cuchilla al perfilar la garganta.

       Se oye caer la cascada sobre el lago helado, el portazo del que no volverá a casa, el suspiro del que esquivó la crisis, el peso muerto sobre la lona, el acordeón desafinado al fondo del vagón, el zumbido del sedal contra el viento, el latido del corazón que sacude la arritmia.

       Se oye el jadeo del que impotente ve como pierde el tren, el grito de “al suelo todo el mundo”, el ronquido del que no despertará hasta mañana, el aplauso fácil de la grada, el consuelo del que lo vio venir, el llanto desconsolado del que lo perdió todo.

       Y así, mientras duermes, el resto sólo sabemos hacer ruido. Suplicando que este mundo gire una vuelta más, defendiendo las últimas posiciones antes de huir del tablero de juego, aguantando el pulso del que te sabes vencedor, encajando los últimos golpes antes de tirar la toalla, tomando la última dosis de morfina que esta noche nos permita poner el contador a cero.

    [Adicto]

  • Al ralentí

       E iniciar el camino agarrando un cordel. Asegurando a cada paso los pies por temor a caer. Por si acaso no fue suficiente rezar antes de salir de casa. Por si en ese momento andaba a sus cosas nuestro ángel de la guarda. Repasar mentalmente los quehaceres diarios que no podemos dejar sin hacer por si este mundo se para. Y por eso más vale prevenir que llorar. Por eso hay que tener un plan B. O un atajo de vuelta. Por eso es mejor acobardarse que perder la cabeza. Porque sería imprudente. Porque nos esperan en casa. Y que en las guerras de otros no presentaremos batalla.

       ¿Y qué será de nosotros cuando haya muerto el canario en la mina? ¿A quién reclamar cuando los otros no sepan cuidarnos como cuidamos nosotros al resto? ¿Qué diremos cuando los ojos que nunca ven no logren que los corazones no sufran? ¿Cómo diferenciar las pocas verdades de tantas mentiras? ¿Qué nombre pondremos a ese a quien siempre queremos engañar cuando nos engañamos por dentro? ¿Quién nos enseñará entonces a disimular y de quién huiremos? ¿Hasta cuando abrazaremos con fuerza el arnés de los miedos?

       No será fácil diferenciar a los que se van a ninguna parte de los que vuelven exhaustos. Ni será sencillo explicar a los niños que todo eso que abarcan sus ojos será nuestro legado. Que les dejamos en herencia algo parecido a un tornado. Y que, tal vez, lo mejor que les quede sea vivir asustados. Que de valientes están llenos los camposantos. Y que se vive más y mejor mirando para otro lado. Que ahí fuera todo es peligro. Y que, sin embargo, aquí dentro encerrados seremos felices. Alejados de ese tornado que sólo sabe arrancar vidas de cuajo.

       Recitaremos refranes que les dirijan sus pasos. Y las reuniones de pastores y con el mazo dando. Y dioses que ayudan a los que madrugan y más vale pájaro en mano. Y el que mucho abarca y el clavo ardiendo. Y de tal palo y te diré de qué careces. Y el perro del hortelano y el que a hierro muere. Y el Diablo que más sabe por viejo y el consuelo de tontos. Y la condición del ladrón que cree y Dios en la de todos.

  • Destino épico

        Se sabía un ser concienciado. Se sabía, también, al final del enmadejado laberinto que le tocó en suerte vivir. Se repetía para sus adentros que su vida fue provechosa. No tanto así la de sus congéneres. Que viven en jaulas invisibles creyéndose libres. También señalaba, para si mismo, que no tuvo una vida fácil. Ese mantra tan habitual en toda conciencia que reza el logro de haber conseguido convertirse en un hombre hecho a si mismo. Como si ese proceso añadiera épica al periplo. Como si garantizase un trofeo al morir.

       Sí es cierto que fue capaz de detectar todas las mentiras sociales con las que le bombardearon. Y es cierto, también, que puso empeño en tratar de transmitir ese conocimiento que fue adquiriendo con el tiempo. Pero también convendría señalar que, si bien era conocedor de absolutamente toda la teoría, jamás tuvo el valor de poner en práctica ninguna de esas acciones que con tanto empeño trató de inculcar.

       Aprendió incluso técnicas para llamar la atención de la gente y así poderles hacer llegar su mensaje revelador. Ese arte de colocar un chiste antes de dictar sentencia. Ágil y conciso, como ha de ser el humor para convertirlo en un arma. O, en casos como el suyo de falta de valor y así se lo repetía él a si mismo, en una herramienta. Se sentía más cómodo así. Sin más presión que la que fuera capaz de generar él con sus mantras para él y sus discursos para el resto.

       Arengaba explicando que nunca escuchó decir que la crisis económica hacía peligrar la Monarquía. Ni el Ejército. Ni a la propia banca, que se alimenta de ella. Que las crisis tan sólo hacen peligrar la Sanidad. O la Educación. O las pensiones. Y que no entiende cómo nadie se da cuenta, cuando resulta tan obvio. Que esa es la prueba fehaciente de que, para el Sistema, la prioridad nunca fueron, son ni serán las personas. Que las prioridades de los que mandan son otras. Y que por eso él dedicaba toda su vida a abrirle los ojos a la gente. Y la gente, ciertamente, al escucharle los abría de par en par. Pero no era más que la tormenta que sucede a la calma. Pocos minutos después toda esa gente se acurrucaba bajo las sábanas de sus rutinas. Abrazados a sus temores.

       Les explicaba, también, que todo el progreso señala una mayor libertad para las personas. Pero que, en realidad, hemos acabado siendo esclavos a jornada completa para esos mismos que no nos consideran prioritarios. Y también que de un tiempo a esta parte todo se ha vuelto intangible. Que ya sólo usamos los dedos para deslizarlos sobre una pantalla. Que acabaremos perdiendo el sentido del tacto. Y que mucho se teme que no por ello mejorarán los otros cuatro sentidos. Que una merma es una merma. Y que cuando a un ciego le aumenta el oído, maldice seguro su destino.

       Y así, atrapado en todas esas tribulaciones, se acercaba el fin de sus días. Con la conciencia tranquila que otorga tanta sabiduría. Con la frustración que acarrea la certeza de otra batalla perdida. Una vida de aprendizaje y transmisión. Una vida dando consejos al mundo y la última de las lecciones pendiente de aprender. El capítulo final que nunca admite la posibilidad de un ensayo previo. Nadie nos enseña a morir, y llegado el momento hay que hacerlo improvisando como buenamente se pueda. Lo único que el mundo da por seguro es que cuando llegue la Muerte nos encontrará vivos. He ahí el gran error de todas sus enseñanzas. Lo que podría parecer una obviedad se ha convertido en una utopía. Nadie avisó a este mundo que cuando llega la Muerte casi todo el mundo ya ha muerto. Murió hace tiempo. Vivió muriendo. Encarar a la Muerte con vida alberga toda la épica de cualquier destino.

  • Miedo y vergüenza

       Los de arriba están perdiendo lo poco que les quedaba. Están soltando lastre, intuyo, con el fin de alejarse de este mundo tan suyo. Están bombardeando cada rincón de nuestras calles con su basura. Porque esta guerra no es suya, dicen, es nuestra. Porque nunca les importamos ni vivos ni muertos. Porque en esta partida de su ruleta, ellos ponen las reglas. Y ellos ponen las trampas. Y, al final del tablero de su juego, siempre, la banca gana.

       Han perdido la vergüenza. Y aprovechando el camino también se han quitado la careta. Ya no es necesario fingir lo más mínimo. Ya no hace falta perder el tiempo con esas cosas. No hay nadie a quién rendir cuentas. No hay explicaciones que dar. Todo es un mar de mentiras en el que naufragar ya sería un éxito. En el que dejarse arrastrar por la marea, su marea, ya sería algo digno de ser recordado. Por nosotros, porque para ellos no tiene la menor importancia. Han perdido la vergüenza.

       Han perdido el miedo. Y aprovechando el camino han perdido también la decencia. Ya nada ni nadie constituye una amenaza para ellos. Los posibles atisbos de cambio ya forman parte del pasado. Ahora las quejas se amontonan en una mesa desatendida. En la que se guarda turno escrupulosamente. En la que nadie escucha a nadie, ni nadie pierde los nervios. Ya no temen una posible revuelta. Y en su tablero se han tapado con celo todas las casillas que permitían volver a lanzar los dados. Ahora cada paso es a tumba abierta. Y cuando la banca gana retumban en nuestras casas sus carcajadas. Han perdido el miedo.

  • A mitad de camino

       Es que lo sabemos. Lo sabemos de sobras. Sabemos que hay un punto intermedio pero nos cuesta la puta vida encontrarlo. Sabemos que entre cerca y lejos arrancan las grandes aventuras pero estamos cansados para ponernos a ello. Sabemos que nos cuesta leer de cerca y sabemos que, en nuestra huida, cada vez estamos más lejos de todo. Lo sabemos. Pero, no nos vamos a engañar ahora, volveremos a ceder el timón a esas olas que nos hicieron creer que nos acercaban a tierra como a cualquier otro cadáver pero que, en realidad, nos arrastraron muy lejos.

       Sabemos, porque lo hemos visto en televisión, que todos los combates empiezan a mitad de camino. A la misma distancia de la defensa y el ataque. En el centro del cuadrilátero. Y nos encanta soñar que nos anclamos justo en ese punto del mapa. De ese mapa que somos incapaces de reconocer como nuestro.

       Disfrazamos cualquier rincón de mierda para sentirnos como en casa. Lo convertimos en nuestro epicentro. Y así avanzamos cojeando por este camino que nos han impuesto y que defendemos con uñas y dientes. Nos abrimos paso a codazos para llegar antes que nadie al final del tablero. Nos dejamos el aliento y la vida en una cruzada en la que, lejos de tomar el control, nos guían a gritos para señalar cada atajo que nos lleve cuanto antes a lo más profundo de cualquier agujero. El doble de rápido y en la mitad de tiempo.

  • Norte / Sur

    No estamos a salvo en ninguna parte. Lejos quedan ya aquellos días en los que se premiaba permanecer en la zona de seguridad. Lejos quedan los días de la neutralidad. Ya tan sólo nos sirven para compartir esos recuerdos en sobremesas rodeados de gente de la que desconfiamos. Y antes de volver a casa la rutina de sacudirnos las migas de nuestro regazo. Y sacudirnos los cuchillos de nuestras espaldas. 

    Los más ancianos esgrimen batallitas, mitad reales y mitad ficticias, de sus gloriosos días dorados. Y nosotros las escuchamos maravillados de que aquello pudiera ser posible. Se nos antoja mágico un mundo tan hermanado visto desde nuestro acuario lleno de pirañas. Se nos antoja un imposible aparecer con un saludo y despedirnos con un “gracias”. Nos complicamos la vida, desde hace tiempo, cada vez que bostezamos.

    Hemos perdido el norte, nos decimos para nuestros adentros. Como si navegar con un punto cardinal menos fuera un problema para nosotros. Poco sabemos del camino que recorremos, pero no hace falta ser muy listo para saber que nos bastan tan sólo dos puntos cardinales para poder navegar hacia el cielo o hacia el infierno. Y sabemos, también, lo aburrido del uno. Y que el otro es perverso.

    Tenían razón aquellas voces que nos aseguraron que acabaríamos convertidos en la manada de lobos a la que siempre temimos. Tenían razón en todas y cada una de sus palabras. Y ahora miramos con miedo a todas las personas con las que nos cruzamos. Por temor a que sean asesinos o ladrones. Por temor a que ellos, también, sean como somos nosotros.

  • Querido futuro

    Creo que la entrada de este año me está arrastrando por un laberinto del que no sabré salir. No sé si hay demasiados frentes abiertos, o si todas las puertas están cerradas desde el otro lado. No sé si sacudirme la pereza y empezar el recorrido o si, por el contrario, esperar sentado en la casilla de salida. Tal vez aún sea demasiado pronto para tomar decisiones. Al fin y al cabo esa apatía se convirtió en rutina hace ya casi medio siglo.

    Me asalta continuamente la pregunta de que si en el supuesto que hoy fuera mi último día en la Tierra lo estaría dedicando a hacer lo que estoy haciendo. Y no tengo clara la respuesta. Bueno, en realidad si que tengo clara esa respuesta, y es un “no” rotundo. Pero en ningún caso debido a que mi día presente sea una mierda. Eso significaría asumir que llevo casi 20.000 días de mierda. Y, aunque eso podría perfectamente ser cierto, no estoy dispuesto a reconocerlo y menos aún públicamente.

    Desde el primer instante en el que surgió esa pregunta en mi cabeza no deja de repetirse. Como si mi cabeza hubiera alojado en su interior una noria. Ensayo frente al espejo mil excusas para convencer a todo el mundo de que todas mis decisiones en días anteriores fueron las acertadas. Y extiendo por duplicado peticiones de disculpas para entregarlas a tiempo real a todas las personas que se den por decepcionadas. Y súplicas para que sigan esperando mucho más de mí en todo momento.

    He elaborado una lista con las cien cosas que haría si hoy fuese mi último día sobre la Tierra. He ido anotando, una tras otra, cien tareas que tengo pendientes. Se parece a una lista de cien deseos. Como una enorme carta de los Reyes Magos. Mi sorpresa, al llegar al final de esa lista, ha sido descubrir que, de esas cien cosas que haría si hoy fuese mi último día sobre la Tierra, todas, excepto una paella junto al mar con un buen vino, las otras noventa y nueve, están todas tipificadas como delito.

  • Los perros

    Esa extraña sensación de permanecer escondido. Ese silencio, negro como la noche, que lo cubre todo por fuera y por dentro. Esa especie de calma que lejos de actuar como un narcótico nos tiene, en todo momento, alerta. Esa tensión continua que puede producir una escabechina al menor contratiempo. Cualquier ruido más allá de nuestra respiración será respondido con toda nuestra violencia. Cualquier desorden en el pulso sanguíneo se convertirá, de forma automática, en una carnicería.

    Hace ya demasiado tiempo que nos tienen así. O que les permitimos que nos tengan así. Sea como sea es demasiado tiempo. Demasiado tiempo incluso para considerar toda esta paz reinante como una mera casualidad. Empiezo a creer que ellos sabían nuestra capacidad de conformismo desde antes de encerrarnos. Me temo que, incluso, les ofrecimos nuestras muñecas para que ellos nos colocaran sus esposas. Y que, cuando les dijimos en tono suave que nos hacía daño llevarlas tan apretadas, en realidad les estábamos invitando a que las apretasen un poco más. Y lo hicieron. Y nos callamos.

    Me pregunto cómo será ese día en el que nos rebelemos. Cómo será para nosotros cuando volvamos a ver la luz del Sol. Y cómo será para ellos cuando nos vean venir. Cómo serán sus gritos. Cómo pedirán clemencia. Qué argumentos usarán para convencernos antes de golpearles. Me pregunto si ellos también saben desde hace tiempo que algún día nos rebelaremos. Me pregunto si lo tienen todo previsto. Me pregunto si lucirán su traje de los domingos cuando cambie de bando el miedo.

    Me pregunto qué dirán los periódicos. Me pregunto a qué dedicarán esos escasos minutos que nos separan desde que matemos a nuestros captores y vayamos a por sus perros. Me pregunto si huirán, o si nos esperarán muertos de miedo. Me pregunto si todas sus mentiras amortiguarán todos los golpes que les demos. Me pregunto qué dirá en primera página el día después si alguno de ellos no ha muerto. Me pregunto si condenarán nuestros actos. O si, como viene siendo habitual, jugarán a ser nuestros aliados. A ser los mismos perros con diferentes bozales. O si serán diferentes perros pero con los mismos bozales.

  • Pendientes

    Últimamente me estoy empezando a plantear la posibilidad de ponerme al día de todas las faenas que siempre dejé para mañana. Todo lo que me dio pereza ayer. Todo lo que hoy no he sido capaz de encontrar el momento adecuado para empezar desde cero. Sólo pensarlo vuelve la pereza a situarse a un centímetro de mi cara. Me mira de frente y me sugiere que me iría bien descansar un poco. Estirarme en el sofá y apagar el móvil un rato. Poner cualquier mierda en la tele que me ayude a dormir.

    He bajado a la papelería del barrio y he comprado una libreta. De camino he parado a echar la quiniela por si cambia mi suerte y me puedo permitir el lujo de seguir disimulando en lugar de coger el toro por los cuernos. Pero eso no lo sabré seguro hasta el fin de semana. O, tal vez, dentro de dos o tres semanas cuando recuerde mirar los resultados. Por eso compré la libreta, porque es un caso de máxima urgencia. Y ahora, aquí y ahora, me voy a sentar a empezar una lista con todas esas faenas pendientes. O, mejor aún, me preparo un cafelito y empiezo. Un carajillo, un cigarro y empiezo.

    Debería empezar a recuperar todo ese tiempo perdido por las faenas más importantes. Por todo lo que me parezca imprescindible a estas alturas de la vida. Sólo de pensarlo se me hace un nudo en la garganta. Y, para colmo, me veo venir que ésto va a ser un proceso largo y me queda poco tabaco. Apuro el carajillo y, aprovechando que aún no me he puesto el pijama, voy a bajar a comprar un paquete de tabaco en previsión de males mayores. Que ya sólo me falta un ataque de ansiedad. Como si no tuviera ya suficientes problemas. Que no está la vida como para correr tantos riesgos.

    Tener un hijo. O una hija. O la parejita. A poder ser de una tacada para abreviar el asunto. Comprar un chándal en Decathlon. Y dos estanterías en Ikea. Renovar el carnet de la biblioteca. Mirar zapaterías un sábado. Adoptar un perrito. Apadrinar un niño del otro lado del mundo. Apuntarme a algún gimnasio. Ir a misa los domingos. Comprar una panificadora. Y un tensiómetro y una báscula para el baño. Empezar a ver series de moda. Abrir un plan de pensiones. Buscar novia. Palomitas y cine. Suscribirme a La Vanguardia. Reducir un poco el consumo de sal. Y un mucho el consumo de drogas. Azúcar sólo del marrón. Limpieza dental cada medio año. Empezar a pensar en dejar de lado el tabaco. Limpiar el coche cada domingo después de misa. Empezar a construir un acuario. Donar las chaquetas viejas a Cáritas. Leer más. Beber menos. Pasarme a la leche sin lactosa y comerme sólo la clara de los huevos. Reciclar el aceite y lo que no es aceite. Pedir consejo al empleado de La Caixa para que me ayude a conservar mis ahorros para el mañana y solucionar, antes de morirme, todos los pufos pendientes.

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